Para festejarlo, esparcí las cenizas de la luna -ais, mi luna- subida a una nube. Pero tranqui, que no lloré. Tampoco sentí el crujir lacónico del sístole. No entristecí, ni siquiera sentí nada.
Ahí me pregunté ciertas cosas: ¿si el sol tardó tanto en salir fue porque la noche era eterna, porque yo cerré los ojos para que no acabara nunca, porque se quedó dormido el sol? ¿o acaso temía conocer otra cosa distinta a la luna? Sí, ¡eso es! Temía lo que, al final, acabó pasando. ¿Y sabes una cosa? Cuando pasó, no temí, ni mucho menos.

Y aun ahora: quiero. Truenos, rayos, centellas, calor, humedad, viento, ¡joder!, emoción, adrenalina, ruido, tempestad, truenos, rayos, centellas.
Mi luna sin ombligo me contaba cuentos al oído; a veces me juraba que no eran cuentos, pero yo sabía que me mentía (justo como hacía yo). Shhhh.
¡Todo era tan oscuro("tan profundo y negro")! Me gustaba, pero lo malo de la noche es cuando aprieta el frío. Calada hasta los huesos, el corazón se me hacía pequeñito y.... joder, ¿en serio? Bah.
Lo importante es que amaneció. Lo sé, penas está saliendo por el horizonte. El cielo se ve hermoso con esos colores de mejillas sonrojadas.... ¡lo que daría por ver la luna! (Miento poquito. Adivina dónde).
Y ahora, mientras esparzo tus cenizas (porque son tuyas, ¿sabes?) recuerdo que la noche a veces era muy clara, pero que yo -en mi empeño por fracasar- no quise abrir los ojos.
No me arrepiento. No me enorgullezco.
Y sentada mientras te despido, te digo "hasta mañana".
¿Maduraremos? Karen.
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