Un día te levantas y el mundo ya no es lo que era.
El cielo parece estar más cerca; te asomas por la ventana, y mientras el viento mañanero te da en la cara, ves al tiempo pasar despacito por la calle de abajo -carga con sus maletas llenas de cosas que no importan-.
No llueve, pero enormes bolas de agua se congelan antes de golpearte -una nube sobre tu cabeza-. Y entonces ocurre. Te preguntas: ¿tanto he dormido?
Fuiste, sin duda, la noche más larga de mi vida. No lo niego... dormí como nadie, soñé como nadie y desperté siendo nadie.
No es nada extraño. Me lo esperaba. Gasté demasiado tiempo libre que no tenía en palabras disfrazadas de mentira. Y todo -ay, todo...- fue por creer que dormir es lo único que se hace por las noches.
Sólo quiero ser. Ser simplemente. Ser sin más. Ser. Ser como una hoja diminuta. Una hoja diminuta que desde siempre encontró su lugar entre las ramas de un árbol. Un árbol que sólo la dejará ir el día que se sienta amarilla y con ganas de morir. Entonces la hoja, muriendo, encuentra también su sitio entre las demás hojas del suelo. Encajando entre ellas como los engranajes de mi reloj. De mi reloj cuando marcaba la hora maldita en que decidí ir a dormir.
Buena noche, cariño. Buena noche. ¡Buena noche! Y al despertar, recuerdame lo que eras, mientras lo olvidas tú. Resultó que esa noche, ni la luna quiso salir.
Para despertar, primero hay que dormir... así como para que te quieran, primero debes querer; y después: dejar que te quieran.
Os quiero, a todos. A ti también. Lo quiero todo. Karen.
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