He besado a demasiados hombres que no lo valían;
aunque tampoco
he sentido nada por ellos, y siempre ha sido así.
Prácticamente, mi primer beso fue con un desconocido. Un
joven de peso dudoso y barba perroflautera, pezuñas en los dedos y una boca
enorme –en serio, enorme–. Charrasqueaba la guitarra y aunque tenía un extraño
sentido del humor, me hacía reír. Creo que por eso, esa noche, me dejé llevar...
bueno, por eso y por las cantidades ingentes de tequila que habíamos consumido
previamente. Y sobre todo porque tú, tú estabas con otra. Me dejaste sola en
medio de un montón de desconocidos alcoholizados y no sé, quizás quería
vengarme –aunque todavía no supiera de qué–. Supongo que ahí empezó todo.
Tras ese, llegaron un sinfín de hombres sin nombre ni
edad, que no valían más que sus zapatos y que solo me valían para un cuarto de
hora. Después llegaron algunos que sí lo valían, y yo les di la patada solo
porque ninguno eran tú. Maldito seas, cabrón.
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