Desde pequeño, supo que había sido dotado con un don especial: ser invisible. Al principio lloraba, no le gustaba no verse el centro de atención, pero poco a poco fue creciendo, y con él, su invisibilidad. A veces estaba bien… entraba en un vagón, tomaba asiento y se hacía el recorrido completo sólo para escuchar historias: algunas hermosas, otras tristes, muchas divertidas, demasiadas malas, aunque algunas simplemente estaban mal contadas… y otras tantas que conseguían tocarle el corazón: su invisible corazón de hielo. De eso vivía, de las historias de los demás, porque él… él sólo podía soñar.
Era un músico, un caminante, un soñador, un cantante, un hombre, el trozo que queda de lo que se dejó en sus sueños, un abanico de posibilidades, un callejón sin salida, un día de lluvia y otro de sol, unas alas sin plumas, un teléfono que suena, unas notas suicidas que viven entre andenes, una gota de ron, un lapicero sin tinta, un libro sin escribir, un poeta con balas sin punto de mira…
Amaba los días lluviosos, salir al parque y ver cómo las hojas besan el suelo, tomar chocolate para almorzar y un buen filete para desayunar, llamar a números que no existen, pasear al perro que nunca tuvo, mirar las estrellas que le sonríen, despedir al sol y saludar a la luna, imaginar que vuela y entre nubes dormirse, soñar cuando tiene cosas que hacer, soñar cuando no tiene cosas que hacer, beber directamente de la botella, pintar en las paredes, guardar equilibrio en el tejado…
Era, en definitiva: un invisible, un señor sin historias.
Vivía sin que nada sucediera… tenía demasiadas frases, como: “Hoy salí a dar un paseo, he visto la más hermosa de la miradas.” “Un espejo me ha contado que me estoy perdiendo, no sé si creerle.” “He fallado. Cuando me he preguntado por la hora, no he sabido responder: no llevo reloj.” “Hoy me sentía triste, he recordado esos ojos. No es que los hubiera olvidado, es que estaban más presentes.” “Mi whisky me ha cantado al oído, era una balada, y me ha hecho llorar.” Como esas, tenía muchas, pero ninguna llegaba a la categoría de historia… Para contar una buena historia, esta debe de tener un principio de mentira, un desenlace compartido, y un final sin compasión.
Día a día gastaba la tinta de su lapicero en poemas que no leería nadie, más que él… ni siquiera se los contaba a su almohada, decía que no merecía la pena: que no eran historias de verdad. Los versos salían solos, salían a pasear por la noche, llegaban resacosos, y a la hora del té: morían en alguna estación de tren.
El señor sin historias siempre estaba callado, y, día a día se hacía más y más invisible… “Hoy, a la fuerza, le he cedido mi asiento de tren a una acelerada mariposa que, por lo que pude observar, se sentía ansiosa por salir de ese lugar. No me enfadé con ella por no percatarse de mi presencia, porque… eran esos los ojos que no me dejaban dormir. Y, si al no dormir: soñaba. Y al soñar: vivía un poquito… le consentiría que lo hiciera. Seguiría sin existir.”
La mariposa se bajó pocas estaciones más allá, y el señor sin historias la miró marchar: volando entre la gente sin parecer una más… Ella tenía su contra don: ser sobrevisible.
El señor sin historias sabía muy poco; y lo que sabía de la vida, lo aprendió a base de poesías, pero… suponía que un ser sobrevisible nunca vería a un ser invisible.
El tren continuaba con su recorrido, ya de regreso, cuando el cielo se encapotó y empezó a llorar. Los cristales se hicieron gotitas y el invisible escribió versos cortos sobre miradas visibles y mariposas que aletean…
Sin final no hay historia que merezca la pena contar, el señor invisible siguió sin existir, durmiendo en el tejado, bebiendo de la botella, volando sin cielo, y escribiendo versos para una mariposa que se perdió…. Y con una frase más que añadir al cajón: “A la mariposa vi volar, como quien ve desde la estación, al tren que se va.”
-Karen Acuña-
Haceros visibles, Karen.
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