De pronto sonó la estúpida alarma. De nuevo había olvidado que la había puesto. Maldita zorra. Mi corazón dio un saltó de gigantes y casi que veo cómo se me sale del pecho, por suerte es físicamente imposible, pero temo otro infarto. Sí, otro. Los infartos y yo vamos juntitos de la mano, tomamos una magdalena en el Starbucks de Callao, nos contamos mentiras y dormimos en camas separadas. Tenemos una relación especial de amor-odio y la verdad es que nos iba bastante bien, hasta que mi médico de cabecera me aconsejó una vida con menos sobresaltos y decidí que era hora de dormir por un tiempo. Bueno, me puse mis zapatos de dormir, conecté la alarma y por una vez en mi vida...dormí a gusto y feliz. Soñé pocas cosas pero ¡vaya! las volvería a soñar dos y dos mil veces.
Las cosas se complicaron y me fui haciendo parte del sueño, ya no distinguía la realidad de la mentira y... ¡joder, era una problema de importancia! Pero... ¿sabéis una cosa? No quería despertar, fue la estúpida alarma.
Lloré. Quizás demasiado, pero es que el susto fue tremendo. De pronto me vi en mi cama, mirando el techo y con sed, preguntándome qué coño había hecho con mi vida durante ese tiempo y respondiéndome un sencillo "nada, pero ¿a que has sido feliz?". De pronto sólo quería un abrazo.
A esta época de mi vida, la llamaré puta zorra.
Karen.
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