La decadencia de algunas cosas no se manifiesta hasta que mueren
cuando se nacen cenizas y los ojos empiezan a arder
cuando ya
es demasiado tarde.
Cuando ocurre... El mundo se acaba, las estrellas colisionan en gigantes y ruidosos fuegos artificiales, los peces del mar se quedan sin sal, el sol se muere de tristeza, y tú también. Quizás no ocurra exactamente así, quizás sea peor. Quizás no pase nada y simplemente observes cómo va desapareciendo lo que un día te importó tanto, para luego recoger las cenizas y esparcirlas en tu habitación.
La decadencia también es una forma de vida
si es que acaso hay varias formas de vivir.
No sé.
Sólo estoy segura de que para morir tenemos muchas opciones
y todas ellas son triunfo de la decadencia.
De pie en el andén
muerta de frío por dentro y por fuera
me río de mí misma porque sé que si empiezo a llorar, no habrá nadie que me obligue a parar.
El invierno es odioso; con sus calles mojadas, sus noches eternas y su estúpido frío infernal que hace que te olvides hasta del frío que hay en sus ojos. Montones de gente sonriendo cuando ven nevar -como si nunca hubiesen visto la lluvia-, odioso; bastante odioso. Pero tiene su encanto, lo reconozco.
El vaho es una cosa fascinante, ¡te delata los suspiros!, te incita a escribir sobre calles desiertas y heladas a las tres y cuarto de la mañana, y... no sé, ¿os apetece un whisky doble sin hielo?
Me gusta el invierno, sí. Me recuerda que el verano ya pasó, que sobreviví a mí misma otra vez.
Y quizás
lo que más me gusta del estúpido invierno
es lo que me cuenta la sal
de las aceras de Madrid.
Karen.
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